«Ya no quedan lugares por descubrir y, sin embargo, da la sensación de que necesitamos volver a explorar la tierra que pisamos para conocerla en profundidad», nos dicen los editores y coautores de Biorregiones. De la globalización imposible a las redes territoriales ecosostenibles (Icaria, 2023), un libro colectivo que examina distintas maneras de reterritorializarnos, es decir, de recuperar una conexión con ese suelo que el llamado progreso tecnofósil se ha encargado de difuminar, si no de borrar completamente. La propuesta, puesta en marcha por Nerea Morán Alonso, José Luis Fdez. Casadevante “Kois”, Fernando Prats y Agustín Hernández Aja parece simple en principio, hasta que una se adentra en la profundidad de unos textos escritos por distintos profesionales relacionados con la ecología y se da cuenta de lo mucho que nos falta por hacer, porque las posibilidades son inmensas.
Reconozco que he leído este compendio de artículos desde una sacudida sentimental que tiene que ver con mi propio proceso de retorno desde Estados Unidos a la tierra familiar, Córdoba. Este camino ha implicado activar una memoria sensorial que pasa por distinguir olores de infancia –el azahar en primavera, el jazmín en verano, la brisa procedente del Guadalquivir–, participar de la cultura local –en ferias de artesanía donde se venden muebles hechos con madera de olivo–, y entender las dinámicas de un municipalismo ecologista preocupado por las altísimas temperaturas estivales y la sempiterna escasez de agua.
Mi sorpresa ha sido descubrir que ese tipo de redes afectivas y culturales se describen detalladamente en un volumen que, siendo apto para toda persona interesada, deslumbra con la pericia tanto académica como comunitaria de sus autores. Así, nos advierten: «los seres humanos necesitamos vínculos con el entorno material que habitamos», lo que se ha venido a denominar «topofilia», amor al terruño, sin caer en la xenofobia o lógicas excluyentes varias. Se trataría, más bien, de recogerse en unas lindes locales, tanto urbanas como rurales y, normalmente demarcadas por características geográficas concretas (un valle, una cuenca fluvial), aceptando los límites biofísicos, y azuzando una reorganización de las relaciones humanas y con la naturaleza. En términos prácticos, se aboga por una autosuficiencia que pase por la producción y el consumo de cercanía, la creación de comunidades energéticas, una expansión de la democracia que supere el mero electoralismo (mediante la participación y deliberación conjunta de sujetos involucrados con la gestión de la vida), y, sobre todo, una «conciencia de especie» respetuosa con nosotros mismos y con la biodiversidad.
En un contexto de emergencia climática, es necesario conocer los ciclos naturales para autoabastecernos e intentar mitigar la situación –¿qué cultivos son autóctonos?, ¿cómo fomentar la resiliencia y provocar sinergias entre agricultura, ganadería y bienestar forestal?–. En mitad de una crisis energética, promover sistemas renovables de proximidad se vuelve imperativo; en una sociedad cada vez más desigual, acechada por epidemias y guerras, la resilvestración de grandes extensiones de terreno y la apuesta por una democracia directa deberían ser prioridades compartidas. Pensarnos como seres eco e interdependientes o, dicho con palabras de Yayo Herrero, una de las coautoras, adoptar una «identidad terrícola» de organismos imbricados con el entorno es lo que aquí se dirime, sin olvidar que, según apunta Blanca Valdivia, los cuidados han de ser integrados en la biorregión como prácticas sociales, desde una corresponsabilidad que no recaiga exclusivamente en las mujeres. A saber, el ecofeminismo ocuparía un lugar crucial en la reestructuración política, económica y cultural que abandera este pequeño manual de supervivencia para el Antropoceno.
Llama la atención que el concepto biorregión, según desgranan los participantes en el volumen, lleve tantos años sobre la mesa y ahora se presente como novedad. Específicamente, lo acuñaron Peter Berg y Ray Dassmann en 1977, y surge «de la confluencia entre contracultura y ecologismo» durante una época en la que aún reverberaban los ecos del informe Meadows, el estudio Los límites del crecimiento (1972), que alertaba de la imposibilidad de seguir impulsando un crecimiento económico, industrial y, hasta cierto punto, también poblacional infinito en una Tierra cuyos recursos se agotan.
Se cuestionaba entonces un modelo cuya globalización ha resultado devastadora, basado en el dogma falsario de que podíamos vivir al margen de las restricciones y condicionamientos naturales. Como avisa Juan Requejo Liberal, hemos procedido a «entubar ríos y barrancos», a «traer aguas de embalses y fuentes lejanas», a construir mega-urbes en el desierto (Las Vegas), a cultivar frutos tropicales en áreas atacadas por la sequía (la costa malagueña), o a transformar todo el sistema alimentario en una fiesta de combustibles fósiles, mecanizado y dependiente de herbicidas, mientras se empobrecía el suelo y matábamos a las especies que se nutren de él. Frente a la temeridad de este paradigma insostenible, el retorno a una vida sencilla marcada por el decrecimiento –entendido desde una simplificación de nuestro régimen metabólico que no implica necesariamente empobrecimiento– podría alzarse como antídoto.
Se reestablecerían saberes locales –y todo conocimiento está intrínsecamente relacionado con el poder, como analizó Michel Foucault–; se incrementaría la resistencia colectiva frente a los males de la crisis climática (incendios, inundaciones); primarían el arraigo, el bienestar y la justicia social en vez del lucro de unas élites desalmadas. Lecciones ineludibles para este Siglo de la Gran Prueba.
Fuente: Climática La Marea