Cuando se estrenó la película Barbie, un tuit de Greenpeace USA retomaba las líneas de la famosa canción que el grupo Aqua le dedicó a la muñeca y nos decía: “Todos llevamos una pequeña Barbie en nosotros (los microplásticos)”. Dudo que las cantidades que ingerimos sean suficientes para fabricarla, pero el sarcasmo apuntaba a un fenómeno inquietante: la constatación de que este material es tan ubicuo en nuestras sociedades que es imposible no acumularlo dentro, como cyborgs que van perdiendo poco a poco grados de humanidad, quizá de manera irreversible. Al carácter protésico de los móviles y otras pantallas, por las cuales se nos arrebatan concentración y memoria –capacidades intelectuales– se suman nuestros órganos atravesados por dichos compuestos fósiles.
Hace un par de semanas, un estudio reveló que se habían encontrado microplásticos por primera vez en los corazones de varias personas –concretamente, pacientes sometidos a cirugía cardiaca– y yo me pregunté qué habría escrito ahora el poeta Vicente Aleixandre para una imaginaria y contemporánea edición de su libro Historia del corazón (1954): te estoy queriendo con toda la fuerza petrolífera, por tu amor hemos superado el límite planetario seguro de sustancias químicas, aprendo a latir migajas de poliéster. No es baladí la ironía; la noticia circuló masivamente debido a su gran poder metafórico: si el corazón, emblema emocional en las culturas occidentales, símbolo de ramificaciones afectivas, también ha sido colonizado por los derivados de oro negro, ¿qué va a ser de nosotros? Pocas imágenes de la emergencia climática más efectivas que esta arritmia fosilista.
Una historia química
El cuerpo fue tomado por distintas industrias químicas desde la Primera Revolución Industrial y, a partir de la Segunda Guerra Mundial, su conquista de las anatomías se aceleró hasta el punto de que teóricos como Paul B. Preciado consideran que habitamos la era farmacopornográfica. Las fábricas que un día alimentaron la contienda procuraron nuevos usos para seguir ampliando el negocio y así surgieron la todopoderosa industria farmacéutica, y los sujetos hormonados, drogados, medicados actuales, desde quienes buscan modificar su género o cuestionarlo, hasta las que dominan su fertilidad con la píldora anticonceptiva; explica Preciado en Testo Yonqui.
La era del descontrol químico fue asimismo analizada por Rachel Carson en su lucha encarnizada contra los pesticidas. La bióloga estadounidense repetía sin parar que “la obligación de aguantar nos da el derecho a saber”, exigiendo unos conocimientos básicos sobre esos compuestos (como el DDT) que pasaban de la comida, los campos, a nuestras entrañas bajo una pátina de ignorancia social. Ocurrió con el tabaquismo, con el calentamiento global y, en esa amalgama de toxicidad que no permite la distinción clásica entre naturaleza y cultura, también participan los plásticos.
Los más pequeños, “micro” porque miden 5 milímetros o menos, se han encontrado en las placentas, la leche materna y –a alto niveles– la de fórmula, en los pulmones. Apenas queda un rincón del planeta libre de plásticos, ni siquiera áreas remotas de los polos. Si hay algo que caracteriza a toda la información consultada es el vacío en torno a los efectos que causan los microplásticos en la salud humana. Se han asociado al riesgo de cáncer por su capacidad de actuar como disruptores endocrinos, a alergias, defectos en el desarrollo fetal y, un estudio reciente, liderado por Jaime Ross, investigadora de la Universidad de Rhode Island, lo relaciona con el equivalente a la demencia en las ratas que se usaron para el experimento. Aun así, hasta la ONU califica el posible daño en humanos como “un misterio”, dada la carencia de análisis concluyentes.
Que el principio de precaución no haya primado obedece a intereses empresariales fáciles de localizar, pero lo que sí sabemos es que, desde el año 2000, se ha producido prácticamente la misma cantidad de plástico que en toda la historia, y se prevé que la cifra siga aumentando. Si tenemos en cuenta que sólo el 9% del plástico mundial se recicla, ese material va a ser siempre parte de nuestras vidas, RIP (Rest in Plastic) me atreví a señalar en alguna ocasión, apuntando a su destino arqueológico, cuna para nuestros huesos.
Y es que no sería descabellado concebir la temporalidad a raíz de sus fibras sintéticas en la ropa, sus botellas desechables, sus biberones y envoltorios de casi cualquier cosa. “Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo”, contaba la escritora Svetlana Alexiévich refiriéndose a la radioactividad liberada en el desastre nuclear, eterna; por lo tanto: “¿qué somos capaces de entender?”. Tampoco desaparecerán los residuos plásticos, no biodegradables, de nuestros paisajes. La era química, en efecto, acorta la vida humana, pero perpetúa sus creaciones tóxicas hasta el infinito, y con ello nos deja huérfanos de saberes para empezar siquiera a comprender qué supone que compartamos materialidad con una muñeca o una tarjeta de crédito. El misterio es tan filosófico como político y poético. Cargo partículas fósiles en el corazón, ¿en qué devendrá su latido? Plástico será, más plástico enamorado.
Fuente: Climática La Marea